Soy el tío que os vende mierda. Que os hace soñar con cosas que nunca tendréis. Cielo eternamente azul, tías que nunca son feas, una felicidad perfecta retocada con Photoshop.

Cuando, a fuerza de ahorrar, logréis comprar el coche de vuestros sueños, el que lancé en mi última campaña, yo ya habré conseguido que esté pasado de moda. Os llevo tres temporadas de ventaja, y siempre me las apaño para que os sintáis frustrados. El Glamour es el país al que nunca se consigue llegar.

Os drogo con novedad, y la ventaja de lo nuevo es que nunca lo es durante mucho tiempo. Siempre hay una nueva novedad para lograr que la anterior envejezca. En mi profesión, nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume.

Frédreic Beigbeder, en su libro «13,99»


 

Una de las modas actuales – otra más de las tantas que detesto – es poner nombres muy llamativos a trabajos de toda la vida para dártelas de más. Ahora los becarios son «asistentes de dirección», los autónomos son «CEO» y gente que no ha empatado con nadie «influencian» sobre la vida de otros. Ah, y aprendices ya no hay, que dejarse explotar por un empresario es de pringados.

Mira, mi primer trabajo en bolsa fue en un local de mala muerte en un barrio chungo de Madrid. Llamaba por teléfono a clientes que no conocía de nada para tratar de venderles productos financieros basura, en una sala de ventas donde la mitad de los empleados se ponían a tono por la mañana con un polvillo blanco que entraba por la nariz.

Es lo que hay.

 

Hubiera aceptado el puesto de todas maneras, tampoco te voy a engañar poniéndome exquisito, pero hubo algo que me gustó cuando pasé al despacho donde me hicieron la entrevista. Había una trainera verde en miniatura metida en una urna de cristal. Era la de Hondarribia.

Reconocí al instante la embarcación porque llevaba siguiendo las temporadas de traineras desde que era un crío. Sabía que las azules pertenecían a Astillero y Urdaibai, la blanca era la de Pedreña, la roja la de Castro, la amarilla pertenecía a Orio, la rosa a Kaiku y la inconfundible embarcación verde que tenía delante de mis narices era la de Fuenterrabia.

Me gustó que el presidente, el señor Amoroto, fuera de allí, o de algún pueblo cercano con cariño por las traineras. Sin conocerle ya sabía que nos parecíamos en algo: ambos éramos del norte y a ambos nos gustaba el mismo deporte. Empezábamos bien.

Por si te suena a chino la palabra «trainera», te la pongo en imagen. La verde, la que me encontré en aquella oficina digna de espanto, siempre ha sido, y siempre será, la del pueblo donde desemboca el Bidasoa, Hondarribia

 

El martes 13 de agosto de 2013 comenzaba la aventura

Era raro empezar en un trabajo en pleno agosto, con toda España de vacaciones. Pero más raro fue lo que tenían allí montado, yo aluciné. Encontré una sala diáfana en la que unos 30 hombres trajeados estaban desquiciados al teléfono.

Me llamaba muchísimo la atención, ya que no sabía por qué gritaban, ni a quién hablaban, ni por qué estaban tan alterados.

Pronto lo iba a descubrir.

 

La rutina de una sala de ventas al estilo «Lobo de Wall Street»

Cuando vi la película, que salió en 2014, pensé que el productor se había pasado por la oficina antes de llevar la historia de Jordan Belfort a la gran pantalla. La manera en que esta empresa trabajaba era idéntica.

Empezaba la jornada el jefe de ventas con un discurso motivador. Se subía a una tarima, como las que tenían antes todas las aulas, y allí se pasaba media hora metiendo bulla para que los vendedores arrancaran la jornada a tope de energía.

Hablaba de lo que podían conseguir si se esforzaban al máximo: cualquiera podría lucir un Rolex en su muñeca, o acercarse a la oficina en Ferrari, o estar con la mujer más despampanante de Madrid. De locos.

 

Luego hablaba de la actualidad, repasando los argumentos de venta para el día. Si se publicaba algún dato económico bueno sobre Estados Unidos había que llamar a los clientes diciendo que la bolsa americana iba a subir, si salían rumores de guerras tocaba hablar de las empresas de armas, si los índices de gente fumadora habían subido tocaría mencionar Marlboro, Winston o Philip Morris… y así un día tras otro.

Al terminar la charla soltaba un grito desde lo más profundo de su ser diciendo: ¡¡Empezamoooosss!! Y los vendedores, que ya estaban súper calientes después de 30 minutos comiéndoles la oreja, soltaban la adrenalina y se volvían locos. Comenzaban a golpear las mesas, descolgaban el teléfono y llamaban a los clientes como poseídos por el diablo.

Entonces empezaba la sesión de ventas.

 

¿Pero qué vendíamos exactamente?

Agárrate al asiento con lo que te voy a contar, no te vayas a caer a un lado del susto.

Lo que en aquella sala se vendían eran recomendaciones «secretas» por valor de 5.000€. A fondo perdido.

¡Se pagaba un pastizal por un consejo de inversión! Es decir, que luego el cliente tenía que arriesgar 100.000 o 200.000€, pensando en ganar 15.000 o 20.000, como mínimo. Si no hubiera una posibilidad de beneficio tan grande nadie hubiera pagado ese dineral.

 

Y ojo, porque la cosa no terminaba ahí.

Cuando el inversor ya había comprado la recomendación secreta de 5.000€ pasaba a un estado «Premium». Entonces le volvían a llamar desde otro departamento supuestamente más exclusivo. Le hacían pasar a la sala VIP.

La lógica era que si un tío está dispuesto a pagar 5.000€ para que le digan dónde comprar acciones sin ninguna garantía de éxito, es que no llega justo a final de mes. En este punto se trataba de descubrir cuánto podía llegar a abrir la cartera.

De vez en cuando salía alguna ballena y la misión de este departamento era exprimirla al máximo. Te sorprenderá esto que te voy a decir, pero llegué a ver cheques extendidos por más de 100.000€.

Y todo por teléfono, sin llegar a conocer cara a cara a la persona que estaba al otro lado.

Era un sinsentido absoluto.

 

Ríete tú de los comerciales, pero atrévete a ser uno de ellos. Y luego me cuentas

Te he contado la parte «bonita» del negocio, pero no es tan fácil convencer a nadie de que suelte 5.000€ así porque sí. De 100 llamadas, 99 te van a mandar a paseo de primeras. En cuanto le vengas con la película te van a colgar.

Cerrar cada venta llevaba semanas o meses, algunas incluso años. Y muy pocos aguantaban en la silla tanto tiempo.

Era un entrar y salir constante de vendedores. Enseguida se quemaban, porque es muy frustrante que tu trabajo consista en soportar el rechazo llamada tras llamada, con los clientes tratándote como basura. Quien conseguía cerrar alguna venta tenía un mérito terrible.

 

Por eso cada venta se celebraba como si fuera la última. En el centro de la sala había una campana y cuando alguien la hacía sonar era porque un cliente había caído. Todos aplaudían y continuaban la sesión más motivados porque veían que era una misión posible.

También había una clasificación hecha con tablas de madera, como las que utilizaban en los hipódromos antes de que todo fuera registrado con marcadores electrónicos. Cuanto más vendías, más arriba estabas en el ránking. Así se generaba ambiente competitivo entre los trabajadores.

Enserio, era todo de película.

 

Algunas de las historias que escuché al teléfono daban escalofríos

Recuerdo una conversación en la que el vendedor estaba pintando al cliente un escenario apocalíptico. Acababa de detectarse la grive aviar y decía que en una granja de Italia se había producido el primer contagio animal-humano. Decía que la cadena de transmisión de la enfermedad no había hecho nada más que comenzar y que pronto todos estaríamos infectados.

Y claro, él tenía el nombre de la única empresa con una vacuna patentada contra la gripe aviar. En cuestión de semanas esta compañía iba a comenzar a producir la vacuna en masa, en cuanto la pandemia mundial se desatase. Sus beneficios en bolsa se dispararían.

¿Querías saber qué empresa era? Entonces tenías que pasar por caja.

 

Pero yo no entré allí para vender las recomendaciones de 5.000€

Lo que te acabo de narrar era una parte del negocio, pero yo nunca llegué a participar. Sólo estuve de espectador. Me querían para otra cosa.

Las plataformas de CFDs llevaban un par de años pegando fuerte y parecía que los inversores que acudían a la bolsa buscando beneficio rápido iban a tirarse en masa a por ellas, como así fue.

Para la casa era un negocio redondo: el usuario tardaba menos de un día en abrir la cuenta y se quitaba de problemas. Sólo tenías que picar un poco al cliente para que tomara acción, diciéndole algo así:

¿Has visto los 200 ticks que subió ayer el Petróleo? Pues si hubieras comprado 10 contratos, como metieron varios de mis clientes, ahora tendrías 20.000 dólares más en el bolsillo. Tú sabrás lo que haces a partir de ahora

 

Era infinitamente más fácil convencerle de meter varios miles de euros en una cuenta en la que él iba a tener el control de todo lo que sucediera desde el principio, que tratar de venderle una recomendación secreta previo pago de una millonada – en pesetas – a fondo perdido.

Una vez se conseguía el depósito inicial, sólo había que dejar pasar el tiempo hasta que el cliente lo perdiera todo. Porque todos lo perdían.

Y al funcionar como Market-Maker, lo que el trader perdía se lo llevaba la casa. Funcionaba igual que en los casinos, y ya sabes que la banca siempre tiene las de ganar. De ello te hablé en este otro post:

Las tortas de 4 chavales con veinti pocos años recién salidos de la Universidad

En el nuevo departamento todos veníamos de la Universidad, de Económicas o de Ade, alguno también había estudiado un máster. Por eso nos habían contratado, porque supuestamente éramos expertos en bolsa y sabríamos mejor cómo desenvolvernos con este producto financiero novedoso. Lo que pasa es que en la oferta de trabajo no ponía que debíamos llamar a los clientes como si el mundo se fuera a acabar mañana.

Además, nadie nos había enseñado a vender. Ni en el colegio, ni en la Universidad, ni en ningún sitio.

Entrábamos con la ilusión de trabajar para una reputada marca financiera después de habernos tirado estudiando 4 o 5 años años, y nos encontrábamos con que nos ponían a descolgar el teléfono para contar milongas. Aquello fue un bajón.

 

Las primeras dos semanas fueron de formación, no hicimos ninguna llamada. Estábamos aprendiendo y yo notaba que ninguno quería que llegara el momento de empezar. Pero para eso nos estaban pagando un sueldo: para vender una plataforma de CFD.

El día que pasábamos a la acción uno de mis compañeros renunció, no se veía para meterse en ese fregado. Cogió el dinero de las dos semanas de trabajo y se largó de vuelta al pueblo de Soria de donde había venido. Nunca más volvimos a saber de él.

Encajábamos otro golpe nada más empezar. Ya sólo quedábamos tres.

 

Como no había ninguna base de datos informatizada, nos dieron una caja con unas fichas. Pero fichas tal cual te lo digo: trozos de cartón con algunos datos del cliente escritos a mano, con un bolígrafo. Por ejemplo: «Manuel Peláez, es informático e invirtió 15.000€ en Terra en 2001»

Como llegábamos de nuevas nos tocaban las peores fichas, las de clientes que ya estaban rebotados de todo, a quienes ya se les había llamado un montón de veces. Se notaba que eran fichas quemadas porque se distinguían hasta 5 tipos distintos de letra en el cartón. Por allí habían pasado varios comerciales.

Ahora te hago una pregunta. ¿Cómo responderías si te han llamado 20 veces de Orange para ofrecerte una nueva tarifa de móvil y les has rechazado esas 20 veces? Pues esas respuestas obteníamos al principio.

 

Otro de los compañeros se llamaba Mario, era de Madrid. Con sus 1,90m de estatura tenía una pinta de tipo duro que tiraba para atrás, pero al poco de hablar con él te dabas cuenta de que era el más blando. Había sido recepcionista en un hotel, por lo que venía educado para dar una atención al cliente exquisita.

Nada que ver con lo que se llevaba allí, ya que nos instruían para presionar y hablar a los clientes como si fueran tontos. Teníamos que hacerles ver que eran unos incultos y que nosotros estábamos por encima. Se suponía que así nos íbamos a ganar la confianza y el respeto del cliente.

Cuando levantaba el teléfono, Mario empezaba la conversación tal que así:

Buenas tardes caballero. Le llamo por si estuviera interesado en….

Y en cuanto el cliente le decía que no le interesaba, respondía:

¿Pero está usted seguro de que no le interesa?

¿Está seguro de que no quiere que le vuelva a llamar?

Apenas duraba unos segundos al teléfono. Se giraba, nos miraba y ponía cara de «es todo lo que puedo hacer».

Mario no se fue. A Mario se lo ventilaron a las dos semanas. No valía para el trabajo.

 

Ya sólo quedábamos Eduardo y yo. Aquello iba a ser un mano a mano. Teníamos que sacarlo adelante como pudiéramos.

Eduardo venía de San Sebastián. Su padres llevaban toda la vida trabajando en el hospital de Zarautz – padre médico y madre enfermera – y él había estudiado en Deusto. No tenían nada que ver los bellos prados de nuestras tierras con la sala de ventas tan horrenda en la que estábamos metidos.

Cosas de la vida, al menos de una situación tan deprimente salió una de las amistades más sólidas que tengo. Tenemos un pequeño ritual que cumplimos todos los años: nos damos un festín o bien en Cantabria o bien en Guipúzcoa y aprovechamos para recordar aquellas batallitas. Para mí es uno de los mejores momentos del año.

 

Crónica de una muerte anunciada: sólo podía quedar uno

Los jefes se habían dado cuenta que esto de meter universitarios a una sala de ventas parecía que no iba a funcionar, así que empezaron a vigilarnos con lupa. Los dos sentíamos la pistola apuntándonos al pecho, sólo que no sabíamos a quién le iba a tocar recibir la siguiente bala. O nos poníamos las pilas, o nos iban a echar a la calle.

Llamábamos sin descanso durante toda la jornada, apenas parábamos para comer. Pero lo más duro no era echar horas, lo más duro era recibir rechazo tras rechazo. Era súper frustrante.

Así pasaban los días hasta que me entró una venta, ¡un señor que se llamaba Gerónimo abrió cuenta!. Tenía casi 90 años y el hombre se animó a meter unos eurillos en el bróker. No sé si lo hizo por pena, porque le caí bien o por qué, pero lo hizo.

 

Fue el único cliente que me entró en 3 meses.

A Eduardo le habían entrado dos.

Cuando el jefe me pidió hablar a solas en el despacho tenía claro lo que me iba a decir. No hacía falta ser muy listo para saber que no iba a volver a ver aquella trainera verde en la urna de cristal. Había llegado mi último día.

 

Dar un paso atrás a veces es una buena opción

Aquella tarde, después de firmar el finiquito, me fui de comida con Eduardo al VIPs de la calle Orense, al lado de Nuevos Ministerios.

Él no sólo se quedó en la empresa, sino que se mantuvo por muchos años, encontró la manera de «seducir» a los clientes y llegó a ganar una barbaridad de dinero. Encontró su lugar y le fue de cine.

Fue el único superviviente de aquella hornada de jóvenes provincianos que llegamos a Madrid queriendo comernos el mundo. Pero el mundo nos había puesto en nuestro sitio.

 

Al terminar aquella comida de despedida me fui sólo a dar un paseo por la capital. Creo que estuve más de 3 horas caminando sin rumbo definido por el centro de la villa, lo que se conoce como el Madrid de los Austrias. Necesitaba pensar en todo lo sucedido y asumir la primera bofetada de realidad que me estaba dando la vida.

Me di cuenta que a nadie le importaba que tuviera uno o varios títulos. Ni tampoco que hubiera vivido en Inglaterra, ni que hubiera corrido un campeonato de España con la selección cántabra de ciclismo, ni que mis padres se hubieran dejado un dineral en pagarme un máster (gracias papá y mamá, nunca os estaré lo suficientemente agradecido por invertir en mi y apostar por mis posibilidades como lo hicisteis).

Allí, en el mundo real, era un don nadie. Fuera de la burbujita en la que estaba metido en mi casa era un cero a la izquierda, no servía ni para llamar por teléfono. Si no tenía algo que aportar, estaba estorbando.

 

Regresé a Cantabria a trabajar con mi padre yendo a eventos deportivos por toda España y aprovechaba los ratos libres para seguir estudiando sobre lo que más me gustaba: la bolsa.

Si iba a volver a Madrid esta vez no sería a verlas venir, y tampoco me motivaba nada trabajar en auditoría, consultoría o en algún otro campo que no me gustaba pero que, según todo el mundo decía, «tenían mucha salida».

No, yo tenía que volver a Madrid. Y tenía que hacerlo a lo grande. Como así fue.

 

Cuando regresé lo hice trabajando para una multinacional inglesa de trading, OSTC. Luego, cuando ya tenía 5 años de experiencia, me fichó una petrolera que estaba en apuros para montarles el departamento de compras y riesgos. Cada barco de Gasoil que descargaba en el puerto de Bilbao o en el de Motril eran 50 millones de litros, y yo era el encargado de establecer el precio.

Pero esas son otras historias que serán contadas en otros momentos.

La idea con la que quiero terminar este post es que a veces la vida te pide dar uno o varios pasos atrás. Son momentos de inflexión que sirven para reconducir tu camino. Así puedes pensar dónde te ves en cinco años para centrar tus energías en esa dirección.

 

Quizás a ti también te hace falta una paradita en tu relación con los mercados. Si hace tiempo que no ves la luz igual es el momento de tomar un respiro antes de seguir estampándote contra el mismo muro una y otra vez. Como yo hice cuando me echaron de aquel trabajo, que preferí volver atrás para coger carrerilla y saltar adelante con más fuerzas.

Lo que te propongo es ir poco a poco, sin ninguna prisa. Por eso tengo un Curso que dura 6 meses, para que aprendas el sistema de trading de Reversión a la Media y tengas tiempo de sobra para asimilarlo. Sólo así vivirás un cambio real, otra cosa sería darte pan para hoy, sabiendo que vas a pasar hambre mañana.

Si quieres saber más sobre esta estrategia de trading – todavía no la conocía cuando llamaba por teléfono como un loco a los clientes – , entonces pincha en este enlace:

 

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Y tú, ¿alguna vez también has hecho una parada en tu camino para coger aire, tomar energías, y seguir con más fuerza que antes? Te leo en los comentarios.

Un fuerte abrazo y muy buen trading.

Haciendo paradas en el camino, o no 😉

Enrique Mazón

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